A diferencia de la tuberculosis y la poliomielitis, dos enfermedades infecciosas que casi se erradicaron en el siglo XX como resultado de los avances científicos, muchos trastornos neurológicos están en realidad en aumento. Un ejemplo destacado es el autismo, un trastorno que provoca dificultades de comunicación e interacción social. Según un estudio publicado en la revista Pediatrics en 2009, la tasa de autismo entre los niños es ahora de 1 de cada 100, más del doble de la tasa evaluada a mediados de la década de 1990. Este sorprendente crecimiento ha renovado el diálogo público sobre las causas del autismo y la subjetividad de su diagnóstico.
Durante muchas décadas se consideró que el autismo tenía un origen puramente psicológico. El Dr. Bruno Bettelheim, psicólogo de la Universidad de Chicago y superviviente del campo de concentración de Dachau, creía que las circunstancias de privación severa son la base de los trastornos emocionales graves. En consecuencia, a través de su trabajo con niños, llegó a la conclusión de que el trastorno emocional que ahora se conoce como autismo es una perturbación psicótica causada por la negligencia materna. Debido en parte a la influencia de Bettelheim, la noción de que el autismo está causado por factores ambientales y no por factores biológicos se generalizó durante las décadas de 1950 y 1960. Sin embargo, en 1964 el Dr. Bernard Rimland, psicólogo y padre de un niño autista, demostró mediante el análisis de los datos recogidos de gemelos que la aparición del autismo tiene una fuerte base genética y no está vinculada al comportamiento materno. Su trabajo desplazó el foco de la culpa de las llamadas madres «frigoríficas», y lanzó una vigorosa nueva era de investigación sobre la base biológica del autismo.
La investigación ha asociado ahora hasta quince genes con el autismo, la mayoría de los cuales apoyan la fuerza de las conexiones entre las diferentes áreas del cerebro. Según esta investigación, ninguno de los genes relevantes está ausente o mutado en una persona autista, pero sus niveles de expresión varían respecto a las normas esperadas. Esto da lugar a un sistema nervioso que funciona de forma anormal, caracterizado por una conectividad cerebral deficiente que provoca alteraciones en el comportamiento social y la comunicación.
Recientemente, la comunidad científica ha desarrollado una comprensión más matizada de los orígenes del autismo que tiene en cuenta tanto las causas biológicas como las ambientales. Los avances en el campo de la epigenética, en particular, muestran que la interacción ambiental con los genes puede modular el funcionamiento neurológico. En la actualidad se están llevando a cabo intensas investigaciones en genética, neurociencia, psicología e incluso estudios de nutrición para perfeccionar nuestra comprensión de los orígenes del autismo y resolver la cuestión de por qué la tasa de autismo ha crecido tanto durante los últimos veinte años.
Hay otra posibilidad intrigante que hay que considerar y que implica el trabajo de los científicos sociales: ¿y si no es la tasa de ocurrencia sino la tasa de diagnóstico de autismo lo que ha aumentado? Los médicos y los padres son ahora más conscientes del trastorno y sus síntomas que antes, y los criterios de diagnóstico han cambiado con el tiempo. En los medios de comunicación, por ejemplo, el autismo clásico propiamente dicho suele confundirse con los Trastornos del Espectro Autista (TEA), una amplia agrupación de trastornos caracterizados por formas más leves de deterioro del desarrollo del lenguaje, la interacción social y las habilidades motoras que el autismo clásico. Dos de los TEA más conocidos son el Trastorno Generalizado del Desarrollo No Especificado (TGD-NOS) y el síndrome de Asperger. ¿Se habrían considerado estos síndromes en la sombra como autismo a mediados de los años noventa? La Asociación Americana de Psicología ha anunciado recientemente, por ejemplo, que está revisando de nuevo la terminología que distingue el síndrome de Asperger y otros TEA del autismo, lo que ilustra cómo los cambios en los estándares de diagnóstico a lo largo del tiempo podrían influir en el crecimiento de las tasas de autismo.
Las opiniones sobre los mejores tratamientos para el autismo han sido tan variadas como sus orígenes. Algunos tratamientos -la Terapia Conductual Aplicada, la Terapia de Respuesta Pivotante y la Terapia Verbal, por ejemplo- son puramente conductuales, en el sentido de que refuerzan las conductas deseadas con recompensas constantes, para desarrollar las habilidades sociales del paciente. Otros tratamientos incluyen productos farmacéuticos o enfoques nutricionales especiales. Las opiniones sobre el mejor tratamiento para el autismo son tan complejas y cambiantes como la investigación sobre sus causas.
Las impresiones populares sobre el autismo han sido moldeadas en gran medida por los medios de comunicación. La actuación de Dustin Hoffman, ganadora de un Oscar, en el papel de un sabio autista (alguien cuyo impedimento social se combina con una capacidad computacional u otras habilidades intelectuales excepcionalmente altas) llevó el autismo al debate público en 1988. La actuación actual de Claire Danes en una película de la HBO como Temple Grandin, una científica especializada en animales que utilizó su sensibilidad autista para desarrollar técnicas mejoradas de manejo de animales en la industria agrícola, presenta una representación aún más matizada y precisa de la experiencia de una persona autista.
Esperamos que muchas personas utilicen a Temple Grandin y otros debates sobre el autismo en los medios de comunicación como puntos de partida para aprender sobre las bases neurológicas del trastorno y su tratamiento. En este Spotlight, le guiamos a través de los fundamentos del autismo, el contexto para entender las tasas de diagnóstico y la cultura que rodea a las personas autistas y sus cuidadores.
Imagen de Kevin Fruet.